Fui a ver a una amiga, todavía embarazada, a su casa. Ella estaba acostada en el suelo de la terraza frontal. Estaba parado junto a ella, platicando, cuando llegó una limosnera. Ésta empezó a pedirle caridad a mi amiga, pero ella sólo le decía que se largara y que deje de molestar. La mujer insistía sin parar, a lo que mi amiga solamente seguía rechazando cada vez más molesta. Escuché un timbre (de puerta, no de teléfono) dentro de la casa, una y otra vez. Le dije a mi amiga que alguien estaba llamando a la puerta, aunque ella no tenía (ni tiene) timbre en su casa. Entonces llegó otra limosnera, le dió una moneda de cinco pesos a mi amiga y se volvió a ir. Como si hubiera sido te doy limosna, pero tráeme mi cambio (como los señores en las misas que echan billete de cincuenta y agarran uno de veinte). Al ver esto, la primera mujer empezó a insistir más, rogando por la recién llegada moneda. Mi amiga, en vez de dársela, mordió un pedazo de la moneda; tan fácil como si fuera de chocolate, y la saboreaba con expresión de gusto y regocijo. La mujer lloraba por la moneda, a la vez que yo veía a mi amiga con cara de coño, al menos dásela para que ya se vaya, no mames. Ya harta de los llantos de la limosnera, mi amiga mordió un último mísero pedazo de orilla de moneda y se la dió. La mujer la tomó y se fue.

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