martes, febrero 19, 2008

Filmes de una cabeza inconsciente 31

Estacioné mi auto en la calle que suponía estaba cerca del edificio a donde debía llegar. La calle estaba absolutamente llena de hierbas y por el centro de ésta pasaban unas rieles de tren que seguían su misma dirección. A un costado de la calle había monte, del otro había una barda de cemento de unos dos metros y detrás se veía que había más monte. Yo mismo había venido manejando desde el monte pues el lado de la calle por donde vine se perdía en él. Pero hacia el otro lado ya se visualizaba un edificio y piso de asfalto, entonces yo bajé y caminé hacia él. Cuando llegué descubrí que el edificio era un hospital, no era donde yo tenía que ir. Pensé que posiblemente el lugar estaría cerca entonces decidí seguir caminando y dar vuelta a la esquina. Fue así que llegué a otro hospital que se encuentra frente a una fabrica de galletas y una glorieta. Seguí caminando por la acera, estaba llena de puestos de vendedores ambulantes, puestos de chicharrones, helados y demás cosas. Todo se veía muy sucio, el piso estaba oscuro y lodoso, con charcos de esos que reflejan colores aceitosos. Me dió un poco de asco. Fue cuando veía el piso que mi vista llegó a mis pies. Me impacté. Mucho. Cuando manejo mi auto me quito las chanclas para que no me estorben pero, al parecer, al bajarme se me olvidó volver a ponérmelas. Mis pies estaban de un café muy oscuro, las uñas podridas, se veían callosos. Parecía que hubiera trabajado toda una vida en la milpa, la construcción y el basurero sin habérmelos lavado una sola vez. Mierda, la verdad es que sentí un chingo de vergüenza. No podía seguir así, entonces me dí vuelta para regresar a mi auto. Cuando dí vuelta a la esquina del hospital noté una farmacia que no ví cuando llegué. Entré y habían dos muchachas atendiendo. Les pregunté nervioso si no tendrían un jabón que me vendieran, tratando de evitar que vieran mis pies. Me mostraron uno pequeño, del mismo tipo de esos Rosa Venus. Lo compré y salí de la farmacia. Empecé a buscar alguna llave de agua en donde pudiera lavarme. Pensé que sería bueno uno que estuviera cerca del auto, para que no tuviera que caminar mucho descalzo al ir por mis chanclas. Encontré una llave en la acera, pero luego voltée y ví otra más adelante, luego otra y otra. Para mi suerte, cada llave me acercaba más al auto, hasta que llegué a una que salía del muro que estaba enfrente de donde estacioné, quizá a unos seis metros. Como todo estaba lleno de hierba me preocupaba pisar las plantas que tenían espinos. Para evitarlos, me las "ingenié" colgándome del borde del muro y así lavarme los pies sin tocar el suelo. Toda la parte de arriba del muro, excepto justo encima de la llave de agua, estaba llena de esos vidrios rotos que ponen para que no se trepe la gente. Me lavé ambos pies, justo para luego lamentarme de que no sabía ahora cómo llegaría al auto sin volver a ensuciarme. Seguía colgado de la barda cuando ví que llegaban dos tipos caminando sobre las rieles del tren, viniendo del extremo de la calle que se perdía en el monte. Uno de ellos traía una pala. Les pedí ayuda y les lancé las llaves del auto al tiempo que preguntaba si me podían bajar las chanclas que estaban ahí. Las atrapó el de la pala, y con la misma la lanzó hacia mí con todas sus fuerzas. La pala se clavó en el muro justo a un costado de mí. Enseguida, el hijodeputa se subió al auto, arrancó y se fue hecho la madre. Yo grité de impotencia. Por mi auto. Por mis chanclas. Y entonces me solté de la barda para intentar hacer algo, pero caí sobre los espinos y quedé tirado sobre la hierba. Mientras me los quitaba, el otro tipo que estaba con él se me acercó. Dijo que sabía donde se escondería el otro y que me podría llevar. Me paré y empezamos a caminar.
Llegamos y ya era de noche. La casa era alta, como de unos cuatro pisos y era circular. Recordaba a la forma de un faro. Entramos y me mostró el camino al cuarto del tipo. Abrimos la puerta y vimos que estaba acostado en su cama dormido. Cuando nos acercamos me desconcerté al ver que el tipo dormido era yo mismo. El que venía conmigo me señaló una cubeta que se encontraba cerca en el mismo cuarto. Me dijo que gracias a eso podía adoptar la forma de las personas, y que así lo había hecho con mi apariencia. Me acerqué a la cubeta y ví que estaba llena de perritos maltés, todos idénticos a mi perro cuando estaba cachorro. No se movían, creí que eran peluches. Dije que no podía permitir que el tipo siguiera haciendo eso, entonces saqué un encendedor y prendí a los perritos. Enseguida empezaron a moverse y a chillar dentro de la cubeta, mientras se prendían más en fuego. Me desesperé, me arrepentí. Sentía que eran mi perro y que no podía hacer eso. Rápidamente, agarré la cubeta y corrí al baño que estaba en el cuarto. La puse bajo el grifo de la regadera y abrí el agua. La cubeta se llenaba de agua y el fuego se apagó, pero ahora no sabía cómo hacer que el agua se detuviera. Agarré una toalla y tapé la cubeta con ella, sosteniéndola para que no se destapara. Yo sólo lloraba mientras sentía cómo los perritos se ahogaban debajo de mis brazos.
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