Probablemente usted se acuerde de He-man, lo culpo si no. He-man era mi pez dorado que, gracias a su estupidez y mi negligencia, tuvo una
experiencia cercana a la muerte. Lo que nadie sospechaba era que áquel día sólo fue el inicio del más oscuro período de su vida.
Poco tiempo pasó antes de que Biblioteco, su compañero de pecera, falleciera por causas naturales y misteriosas; conviviendo los siguientes meses únicamente con Mendicuti, aunque no se le podía considerar compañía. Mendicuti era uno de esos peces que suelen ir por toda la pecera chupando la suciedad, nada agraciados físicamente; él estaba consciente de eso, desarrollando un extremo complejo de inferioridad y recluyéndose en la cueva de la piedra que adorna el centro de la pecera. De ahí nunca salió (y no exagero al decir que nunca salió), y la cueva quedó rechinando de limpia (y no exagero al decir que quedó rechinando de limpia).
El cacofóbico ermitaño Mendicuti terminó muriendo de tristeza y He-man se quedó completamente solo en su dorada existencia.
Meses pasaron y He-man recorrió la pecera en círculos infinitas veces, jugó con las burbujas para distraerse y gozó de alimentos preparados únicamente para él. Pero ni con sus tres segundos de retención de memoria pudo confrontar la soledad.
Un día lo hallé nadando verticalmente hasta la superficie del agua y, al alcanzarla, se dejaba caer lenta e hipnóticamente hasta el fondo, solamente para volver a nadar hacia arriba y repetir la caída una y otra vez. Al darle su alimento salió de su trance y comió, como si nada hubiera pasado. Pero yo sabía que algo andaba mal.
Con el paso del tiempo, finalmente se desquició.
Fue un día en que yo veía la televisión y sentí la punzante sensación de ser observado. Inquietamente miré hacia todos lados buscando a mi espía, pero no fue hasta que mis ojos llegaron a la pecera que lo descubrí. Ahí se encontraba He-man, mirándome absolutamente inmóvil con excepción del ondulante movimiento de sus aletas y el lento abrir y cerrar de su boca de pez. No le tomé más importancia y seguí viendo la televisión, pero al cabo de aproximadamente dos horas volví a voltear hacia el escamoso. Me sorprendió (por no decir que me asustó) ver que seguía en la misma posición, flotando en dirección hacia mí, sin mover más que sus aletas y su boca. Me aventuré a devolverle la mirada y, así como él, me quedé inmóvil observándolo. Los peces no parpadean. Casi podía leer su mirada, casi podía escucharlo decir: ... dame sangre... sangre de vírgenes!. Pero no se la dí, me fui a comer algo.
Así pasaron semanas, en las cuales más de una amiga quedó perpleja ante la impactante y macabra mirada de He-man. Todos nos habíamos acostumbrado a sus amenazas terroristas-suicidas-polanskistas, hasta que un día desapareció. Temíamos lo peor.
Pero no hubo suspenso en este misterio, pues al día siguiente lo descubrí en la pecera del negocio de mi padre quien, apiadándose del solitario pez, lo llevó para que le haga compañía a las dos peces doradas que ya tenía.
Ahora He-man ha encontrado la redención, ha desechado todo pensamiento psicótico-homicida que almacenaba con rencor y dedica todo su día a perseguir y coquetear al par de rubias con las que comparte habitación ahora. Y devora a sus propios hijos. No puede haber final más feliz.
[proximamente, aquí, foto de un pez rehabilitado y contento]